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Libros de saldo


Hace pocos días me encontré revolviendo los estantes de mi biblioteca en busca de un libro que años atrás tomé de un cajón de saldos en un hipermercado.

Para los lectores, la oferta de libros a precios escandalosamente irrisorios es motivo de alegría, aunque a mí siempre me produjo cierta desazón: no hay que ser escritor para imaginar lo que puede llegar a sentir un autor al ver que una obra que le tomó meses, sino años, de trabajo acabe con un letrero que diga “oferta” a mano alzada.

La rebaja en el precio de un libro no dice NADA sobre la obra, se los puedo asegurar. Muchas veces descubrí en estos cajones de saldos libros y autores maravillosos. Se trata de cuestiones estrictamente comerciales o de stock en las que no pienso ahondar por desconocimiento, pero sí saldré en defensa de estos tesoros apiñados en librerías o hipermercados como trastos en desuso. No voy a mentirles, porque como cualquier lector algunas veces debo cerrar los ojos para abrir la billetera a la hora de nutrir mi biblioteca o darme el gusto de llevar a casa alguna obra recién salida del “horno”. También celebro las ofertas, hago uso y abuso, elucubrando en un principio si la rebaja señala un “clavo” o se trata de una obra magnífica que un vendedor ignorante no supo ver. Finalmente siempre me acojo al dicho: a caballo regalado no se le miran los dientes.

Retomo. Una vez que llevo a casa estos libros de saldo, reemplazo el escozor que me produce pagar un precio absurdamente bajo por el trabajo de cualquier escritor y me reivindico leyendo su obra. ¡Después de todo, no fui yo quien puso su libro en oferta!, me consuelo.

Encontré en las filas de mi biblioteca el libro que buscaba. Pequeño, tapa dura y negra; todavía conserva una etiqueta flúor que dice nueve pesos con noventa centavos. Lo leí hace mucho tiempo y sé que me conmovió hasta las lágrimas. Entre sus páginas hay algo de novela y algo de verdad: una historia real novelada, para ser más precisa. La escribió un hombre, un historiador que no viene al caso nombrar. Por entonces, no imaginé que esa obra, a pesar de haberme gustado, sembraría una semilla que iría germinando con los años.

Vuelvo a abrir las tapas duras del libro, parada frente a los estantes. Las hojas se han puesto amarillentas. El nombre de la heroína que sostiene la obra ha estado dando vueltas en mi cabeza las últimas semanas y sé que no basta un solo documento para escribir mi propia novela sobre ella. Lo siguiente es repasar las últimas hojas del ejemplar en busca de la bibliografía consultada por el autor. Tomo nota, algo encontraré en Mercadolibre, digitalizado en Google o en las innumerables bibliotecas de Buenos Aires.

Este es el inicio de un proceso de investigación que consumirá buena parte de mi tiempo; semanas, meses. Lo detonó un libro de saldo, una obra que saqué de un cajón, por el cual pagué menos de diez pesos. Me río. Quizá, en un futuro no muy lejano, mi novela – embrionaria, por cierto – también acabe en un cajón de ofertas. No me importa, me digo. Sé que no puedo dejar de escribirla porque la idea ya ha echado raíces en mí y sé que, a precio justo o injusto, alguien acabará leyéndola.

Así me encuentra el año que se va, programando el que llega, y quería contárselos.

Muy feliz 2016 para todos!!!


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