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Algunos cuentos

La mano invisible

 

Enero de 1778

 

Partieron de Arroyo de la China hacia la recientemente nombrada capital del virreinato del Río de la Plata. Antonio insistió en la necesidad de viajar a Buenos Aires y  su reciente esposa no quiso dejarlo ir solo.  Federica  era una muchacha de buena familia, ricos y prósperos comerciantes, aunque de escaso apellido.  Pero apellido era lo que Antonio Tapia de Vargas menos necesitaba. 

 

La exigua belleza de su flamante esposa había sido bien disimulada por la dote aportada al matrimonio, y Antonio ya tenía bien pensado cómo hacer resurgir su apellido de las cenizas en las que lo había dejado sumido el exceso de una vida displicente.  Poco duraría la alegría de la que se había casado, por amor, cuando casi se había resignado a terminar sus días en un convento de la ciudad de Córdoba después de haber cumplido los veintiséis años.

 

Los criados que acompañaban a la comitiva pertenecían convenientemente a los Tapia de Vargas.  El noble había insistido en que Federica debía acostumbrarse a ellos, por lo que rechazó el ofrecimiento de sus suegros en ampliar el servicio con alguno de sus esclavos.

 

Pararon en una de las postas del camino.  El sol de aquel verano prendía fuego los caminos y los obligó a descansar durante las horas más sofocantes del día. Federica abrió la sombrilla que le alcanzó una de las mulatas y se recogió con una mano la falda para que la tierra no arruinara la puntilla inmaculada del volado.  Antonio se acercó a ella después de dar indicaciones a los pajes y se ofreció a acompañarla a una de las habitaciones de la pocilga de adobe en donde deberían permanecer por unas horas. “Comeremos en el cuarto, el salón es detestable”, le comentó con un gesto de desagrado en el rostro y ella asintió conforme.  Su esposo era delicado en el trato; atento frente a sus necesidades.  Por cierto, no era su apostura lo que mantenía en vilo a Federica, sino su atractivo porte de hombre acostumbrado a mandar.  Apuesto, gallardo, seductor, de buen apellido, todo lo que una mujer podía soñar sin tener nunca, ella lo había conseguido en Antonio. Los nervios volvieron rígidos los movimientos de la joven.  Tal vez fuera en este paupérrimo rancho donde  se consumaría su matrimonio, pues no había habido tiempo para eso después de la modesta ceremonia.

El sitio era verdaderamente pestilente.  La paredes rústicas, sin blanquear; muebles hechos de madera sin pulir; huesos llenos de polvo colgando a modo a adorno y unas cortinas harapientas en la única abertura por donde se filtraba la luz exterior.  El posadero observó a la joven que acababa de entrar y agachó la cabeza, no fuera a perder el dinero ofrecido por el caballero si éste lo descubría mirándola con pena.

 

La habitación donde descansarían no era mucho mejor que el resto de las instalaciones, pero eso no le importó a Federica.  Fingió estar a gusto en un lugar que estremecería hasta el más avezado de los viajeros.  La  manta sobre el colchón de la cama le dio asco,  lo disimuló elogiando la orfebrería de un candelabro opaco que sostenía tres velas.  Se sentó en una silla de tapicería gastada y esperó hasta que un empleado de la posada les trajo la bandeja con la comida.  El olor no era desagradable si no se prestaba mucha atención al contenido del plato.  La joven decidió comer sin mirar y, cuando hubo terminado, un cansancio desmedido le entumeció los músculos de las piernas.  Tal vez fuera a causa del vino que había ingerido para  lograr que el indescifrable alimento pasara por la garganta.

 

Se recostó sobre la manta de la cuja ante la insistencia de su esposo y apoyó la cabeza, pesada como un yunque, en la almohada amarillenta.  Pensó que Antonio se marcharía a otro cuarto después de almorzar, sin embargo se quedó observándola con los ojos entornados antes de recostarse a su lado.  También él se sentía cansado.  La abrazó desde atrás, envolviéndola con los brazos para alivianar su conciencia.  Pronto, el veneno que había hecho poner en la comida la dejaría dormida para siempre y Rosa Torres tomaría su lugar.

 

Lo había planeado todo meticulosamente.  Necesitaba el dinero de la dote, pero no quería atarse a una mujer que no amaba por el resto de su vida.  Eligió a la víctima con frialdad y la llevó hasta el lugar donde Rosa, su ardiente y considerada amante, estaría esperándolos para tomar el lugar de su esposa.  Los criados no abrirían la boca, temerosos del castigo al que los sometía ante el más mínimo incumplimiento de sus caprichos; y el posadero menos, unos cuantos reales en su faltriquera limpiaban la conciencia del más recto de los mendicantes.

 

Mientras la sentía dormirse, Antonio sintió pena por Federica.  La apretó más fuerte contra su cuerpo.  De pronto, se había llenado de escrúpulos y la culpa cobró un sabor amargo en su garganta.  Seguiría viaje con Rosa y dejaría atrás el cuerpo todavía tibio de la mujer que había creído en él. 

 

Los párpados comenzaron a pesarle y Antonio pensó: “Debo levantarme.  Ella estará esperándome afuera, en el coche”.  Inútil fue cualquier intento de incorporarse, apenas si pudo exhalar el último aliento sobre la piel tersa de su inocente víctima.

 

El carruaje abandonó la posta a primera hora de la mañana siguiente.  En él viajaba Federica González, viuda de Tapia de Vargas, apretando con la mano la imagen del escapulario que colgaba de su cuello.  Le debía a la Virgen del Carmen el milagro de que su delicado estómago no tolerara el alimento que supuso en mal estado.  Escribiría a los suyos cuando se estableciera en Buenos Aires, lamentando con tinta su destino marchito.

 

Los restos de Antonio fueron enterrados junto al camino, cerca de la posta, sin la pompa que su ilustre apellido le mereciera.  De lejos, una mujer se mordía los pálidos labios bajo la sombra de un algarrobo, enterrando con su amante los sueños de una vida mejor.

 

Los criados no dejaron de condolerse por Federica  quien, a lágrima viva repetía el nombre de su esposo, ese que, a escasos segundos de la muerte, había lamentado tardíamente su perfidia.

 

El posadero, despidió a los viajeros desde el alero, incapaz de esconder en su semblante la satisfacción de haber vaciado el frasco que contenía el tósigo mortal en la jarra de vino; la misma  que Tapia de Vargas le entregara para ser servido.  Tocó en su bolsillo los reales que recibiera, recordando las palabras de un viejo mercedario de la zona: “el que obedece no peca”, y lo tranquilizó pensar que el Altísimo había hecho justicia después de todo.

 

 

Silvana Serrano.  Cuento ganador del Segundo Premio en el decimocuarto Certamen Nacional e  Internacional de Cuento Breve “Francisco Castañeda Guerrero” , 2011.  EDEA (Encuentro De Escritores de Avellaneda)

El enemigo

 

Él me había escrito varios meses atrás.  Al principio, me perturbó la idea de leer esa carta que traía a mi memoria acontecimientos que yo había deseado enterrar en un archipiélago helado, pero la primera frase escrita por Neil me instó a seguir adelante.

 

“Veo un avión todos los días en mi cabeza”.

 

Alcé los ojos hacia el cielo y me abstraje por un instante en los cirros que lo surcaban, acariciando los cerros de Córdoba, en donde vivo desde que la muerte me cobró el caro peaje de retentivas imágenes: la guerra de Malvinas. 

 

¿Qué hacía yo en esa estación de ómnibus, esperando a Neil? El ex artillero inglés prácticamente me había rogado que lo recibiera y yo, con los años pesándome de experiencia, me pregunté qué ganaría negándome a enfrentar cara a cara a quien, alguna vez, las circunstancias le habían puesto el mote de “enemigo”.

 

Con las manos en el bolsillo, ajeno a todo lo que sucedía a mi alrededor, fijé mis ojos en el micro que se acercaba, y mis pensamientos atravesaron los casi treinta años que me separaban del infierno. 

 

El veinticinco de mayo de 1982, tres aviones de la Fuerza Aérea Argentina bombardearon y hundieron el destructor británico HMS Coventry.  Neil y yo nunca nos vimos, pero en su carta, el hombre aseguraba haber sido quien vaciara su cañón en la aeronave que yo piloteaba.  Mientras las llamas del tártaro me alcanzaban, recuerdo que, entonces, me pregunté cuánta sangre más haría falta para pagar un pasaje que me llevara lejos de allí. Quizá a Córdoba… con los míos.

 

Los frenos del autobús resuenan en mis oídos, mezclándose entre los oscuros recuerdos de aquél fatídico día, las líneas de una insólita carta en la que un desconocido escribe: “Me hace feliz saber que escapaste de ese avión, que estás vivo”.

Las heridas de la guerra no se ven a simple vista, pero son indelebles.

 

Mientras veo descender una fila de pasajeros del micro, sonrío con pesar.  El trauma que cargamos en la invisible talega de nuestra vida, después de la guerra, no es “privilegio” de los que la pierden. 

 

Neil vio morir a muchos de sus compañeros aquél día, según lo que confiesa en su descargo, y sufrió igual que yo, y tantos otros, las consecuencias de un litigio en el que los más interesados estaban lejos, sentados en mullidos sillones de alto respaldo.

 

“Supe por un documental que estabas vivo”, rezaba su carta. “Fui yo el que disparó, y te aseguro que no me regodeo.  Mi trabajo era defender el buque… Pero nunca dejé de preguntarme en qué cielo volarías cuando me toque a mí, para poder verte, para encontrarme contigo y explicarte cuánto lo siento…”

 

Un hombre de mediana altura me mira desde las escaleras del micro.  Tiene el cabello corto, castaño, a diferencia del mío, que lleva varios años encaneciéndose de vivencias.  Saco la mano de mi bolsillo y me froto el bigote, procurando ocultar el temblor de mis labios.  La emoción me gana y, a mis años, no es tan fácil de resistir.

 

Doy un rápido repaso al entorno.  Mis hijos permanecen quietos,  más allá del vidrio que resguarda la sala de pasajeros, atentos a los gestos que mi gastado corazón pueda atravesar el rostro avejentado que mis nietos pellizcan cada vez que los dejo.  El hombre que antes observé se me acerca, aferrando la pequeña maleta de mano con la que descendió del vehículo.   Se detiene a escasos dos metros y… dejo de verlo con nitidez.

 

Creo que, si el paño húmedo que vela mis ojos me lo permite, Neil podrá comprender lo que no soy capaz de decir sin que me falle la voz. 

 

Lo entiende. Lo sé en el mismo momento en el que deja su maleta en el suelo y me abraza.

 

Por encima de su hombro, veo sonreír a mis hijos.  Ellos saben que su padre acaba de dejar ir ese avión, el Skyhawk que piloteé en el año ochenta y dos.  No lo derrumbó un cañonazo de Neil sino su abrazo, ese que lo quitó de la lista de enemigos en donde, ciertamente, yo nunca lo había puesto.

 

Silvana Serrano 18/01/12 – Cuento ganador del tercer premio en el Certamen literario 2012 - 200 años de una historia y una pasión, las Malvinas.

Los nombres olvidados

Nuestras vidas enlazamos.

Y ni la muerte nos separará.  En la eternidad

uno solo seremos.

 

Juan Hualparrimachi

 

Juana mira por la ventana del andrajoso rancho en Coripata, Bolivia, donde pasa sus días sumida en los penosos recuerdos de aquellos tiempos de lucha.  La vida por la libertad, había sido su cruz, pero no fue la suya precisamente la que el destino cobró, sino la de su esposo y sus hijos.

 

Aquella joven mujer que había sido una vez, amada y respetada más allá de lo posible, brava, temperamental, enérgica, jamás aprendió a bajar los brazos aun cuando el dolor la traspasó con su filo hirviente,  quitándole lo que más quería en la vida.  Juana suspiró, y el cristal de la ventana quedó empañado por su aliento exánime. ¿Qué le podía decir a aquella joven que tantos reproches le hacía?

 

Sin embargo, su hija seguía esperando las respuestas que ella escamoteaba con celo.  Luisa había alimentado su reclamo con los remordimientos propios de su madre durante largos años.

 

- Sé quién fue él.  Todo el mundo sabe sobre mi padre – exclamó la joven -.  Pero quiero saber de los otros, de los que nunca habla.

 

¿Por qué iba a hablar de ellos? ¿Para qué traerlos al presente y remover todo ese lacerante dolor otra vez?  La anciana miró a los ojos a su hija y, sin poder evitarlo, la culpa se le estrelló en las pupilas por la súplica silenciosa de Luisa.  Tiene derecho a saber de sus hermanos, comprendió Juana.  Se movió lentamente hasta la silla de paja y con las manos acartonadas, aquellas que alguna vez habían cargado un sable, un fusil, se acomodó los mechones de cabello gris que le caían sobre la frente.  Carraspeó antes de empezar a hablar, temió que las palabras no quisieran salir de su boca, acostumbradas a vivir enterradas en su corazón.

 

Eran cuatro, mis niños: Manuel, Mariano, Juliana y Mercedes.  Cuatro frutos de un amor legendario, de cuentos de hadas. Un amor que nunca supo cómo mirar atrás, sino al futuro, aquél que quisimos forjar para ellos mismos. 

 

Aquel 25 de mayo de 1810 lo había cambiado todo, desenterrando esperanzas de libertad frente a la opresión española.  Manuel y yo nos unimos al coro de la tierra que bramaba con desesperación por la sangre de sus hijos.  Las luchas por la independencia fueron cruentas y desalentadoras, recorriendo un territorio que nos pertenecía pero que, al mismo tiempo, nos era arrebatado.  A capa y espada, con honor y coraje, defendimos esa puerta que representaba nuestro espacio.  Caídos una y otra vez, nunca nos atrevimos a bajar los brazos, siempre acuciados por la seguridad de saber que estábamos haciendo bien.  Aunque en la guerra… en la guerra a veces es difícil no perder el horizonte, viendo caer a nuestros hermanos, a nuestra propia sangre.

 

Nunca escuché a mis niños quejarse por lo que les tocó en suerte.  Ellos parecían comprender y admirar lo que con tanto ahínco perseguimos esos años.  Eran cuatro ángeles en esa tierra de espanto, en ese infierno en el que los sumergimos cegados por la furia que nos producía la esclavitud y la injusticia.  Me gusta recordarlos mientras sus cuerpos y mentes estaban salvaguardados de semejante horror, mientras fuimos capaces de protegerlos de nuestra propia locura.  Los amábamos, de la misma manera que amábamos nuestra patria, y esa fue precisamente la sentencia que firmamos para ellos.

 

Nuestras cabezas tenían precio.  Los godos se hallaban furiosos ante tanta rebeldía y decidieron buscarnos para dar escarmiento a las guerrillas que comandábamos.  Manuel y yo decidimos separarnos, escondiendo a los pequeños en el valle de Segura.  Yo me quedaría con ellos, y él buscaría reagrupar a los nuestros para el combate.  Así lo determinamos cuando comprendimos que los niños no podían continuar. 

 

Pocos días después, llegó a mis oídos la derrota sufrida por los patriotas y supe que el refugio ya no era seguro para ellos.  Nos internamos en la selva, en aquel pantano que se tragó mis últimas fuerzas.  Cuando supe que la fiebre me arrebataba la vida de los dos mayores, le pedí a un guerrillero de mi escolta que se llevara lejos a las niñas, y así lo hizo.  Manuelito murió en mis brazos, tocándome el rostro con sus dedos candentes.  Fue la única vez que me pidió algo en sus cortos ocho años: “No llore, mamita”, me susurró antes de dejarme para siempre con el alma partida en dos.

No quiera que le explique lo que sentí cuando cerré sus ojos vidriosos.  El grito que salió de mi pecho en ese momento me dejó sin nada.  Y así fue también con Marianito.  Si me quedaron fuerzas, éstas fueron para ir en pos de mis dos hijas.  El destino hizo que en el camino me encontrara con su padre, guerrero incansable que esquivaba a la muerte por cubrir nuestras espaldas.  Su reproche por la pérdida me desarmó, hasta que lloramos juntos la cruda realidad.  Cuando recuperamos a las niñas, ya era tarde, la fiebre también hervía sus cuerpecitos tiernos e inocentes.

 

Desde ese día, todo el que nos conociera como soldados indulgentes y magnánimos quedó pasmado ante nuestra ferocidad y salvajismo.  La guerra se había convertido en algo personal, en una venganza impiadosa contra los enemigos de la patria, ahora de mis hijos.

 

Dios quiso que usted llegara para llenar un vacío.  Cruel el destino que la hizo prestadora de tal encomienda.  No fue fácil para nadie, cuando en medio de una sangrienta batalla llegaron los dolores que la trajeron al mundo a orillas de una laguna sucia, testigo de heroicas hazañas que tal vez nadie escriba.  La sostuve envuelta en un brazo, mientras con el otro porté el sable que no dudé en bajar con fiereza para defenderla del enemigo que me enfrentó queriendo arrebatar la vida de ambas.

 

La vi partir con una mujer de mi entera confianza.  Sabía que lo mejor era separarme de usted, ponerla a salvo de tanta saña.  Lo poco que me quedaba en el alma iba envuelto en esos trapos con los que la dejé ir, lo demás se lo entregué a la patria.

 

Luisa observaba a su madre, ahora reconocida en esa mujer de rostro pétreo, arrugado, que contenía el llanto que amenazaba con quebrar su voluntad de hierro.  Hubiera querido abrazarla, pero sabía que nada le quitaría el peso que llevaba consigo, acuciada por la culpa de haber dado demasiado.

 

Los años, los silencios y distancias que las separaron calaron hondo en sus dolores, separándolas de una manera insondable.  Una vida llena de reproches mascullados de parte de Luisa, y otra plagada de justificaciones calladas de parte de Juana.  La heroína había sabido defender a sus hijos del acero de la espada, pero los mosquitos y la fiebre palúdica pudieron arrancar de sus brazos esas almas que su costado humano no encontró forma de proteger.

La dulzura de Juana se la tragó la patria. Esa libertad por la que supo pelear con el duelo de las pérdidas en la piel. 

 

Manuel Ascencio fue devorado con la misma fuerza que se llevó a los más pequeños – continuó doña Juana -.  Murió de la única manera que podía hacerlo un hombre como él, anteponiéndose a los suyos con valentía y arrojo.  No lo hubieran atrapado jamás a no ser por su temor de verme abatida por el enemigo.  Los realistas me tenían prácticamente cercada cuando él, el más ejemplar de los esposos, tornó bridas para salvarme. 

 

El verdugo no se conformó con ver su cuerpo atravesado por la munición, sino que lo desmembró, para exhibir su cabeza como macabro trofeo en una plaza del pueblo de La Laguna.

 

Ya lejos del campo de batalla sentí el grito de mi amado Manuel.  Esta vez se iría para descansar sus fatigas y cuidar de los nuestros en la inmortalidad mientras yo sufría el castigo de vivir sin ellos, mis seres más amados.  Rescaté su cabeza con la sangre hirviéndome en las venas, deshecha por la saña de los godos y por la podredumbre que desfiguró el rostro de mi hombre.

 

Otra vez, los recuerdos llenaron de silencio el cuarto que madre e hija compartían.  Los ojos de Juana brillaban en la penumbra que hacía titilar una vela.  “Cuántos nombres perdidos en la historia - pensó Luisa -. Cuántas páginas que nadie escribiría jamás, que quedarían en blanco.

 

La joven se acercó al baúl donde había terminado de guardar sus escasas pertenencias.  Ella también la dejaba.  Su matrimonio con Pedro la obligaba a marcharse lejos de Coripata.  Luisa acarició con la yema de sus dedos el cuero de la caja y una lámina acuosa le enturbió la visión.  ¿Cómo era posible que nadie se acordara de Juana?  ¿Qué clase de olvido era ese que cegaba a los que disfrutaban una libertad peleada por otros?

 

A los pies de la anciana cayó de rodillas su hija, hipando la culpa de haber ignorado su dolor durante toda una vida.

 

- Perdóneme, mamita – exclamó ahogada -.  Perdone a la ingrata de su hija.

 

Juana acarició su rostro mojado y lo tomó luego entre ambas manos.

 

- Su llegada fue un regalo demasiado grande para los que poco merecíamos – comenzó a decir la mujer -. Viva su vida haciendo honor a esos nombres que nadie recordará.

 

Un veinticinco de mayo, a los ochenta y dos años de edad, doña Juana se encuentra descansando en el catre, observando las cañas trenzadas del techo de su miserable vivienda.  Cierra los ojos, apretando entre sus manos un cofre donde guarda el papel que la reconoce como Teniente Coronela del Ejército Patriótico, y se ve montada en su caballo.  A pesar de su destreza como amazona, alguien la alcanza.  Juana vuelve su rostro, ahora fresco, sin las arrugas que le fue marcando el dolor que ya no existe, y ve llegar a su hombre.  Manuel Ascencio la abraza y ella puede sentir de nuevo su fuerza.  Los besos con que su amado la recibe terminan de sosegarla y sonríe feliz cuando las risas de sus cuatro niños la alcanzan, allí donde no hay ya más batallas por librar, sólo el eterno descanso que la libera del agobio de haber vivido tanto años para purgar sus faltas.

 

 

Silvana Serrano.  MENCION DE HONOR en el XXX  CONCURSO  INTERNACIONAL DE POESIA  y   NARRATIVA 2012 del INSTITUTO CULTURAL LATINOAMERICANO

Habría una vez otra historia

 

En el burdel ubicado a la vera del Guadalquivir, en Sevilla, Laura entierra sus sueños en el jergón donde se gana la vida desde que tiene uso de razón.  Todas las mujeres de su familia se han llenado el estómago vendiendo su cuerpo, a medida que vaciaban su alma, y ella no fue la excepción.  Ya no puede recordar otra vida que no sea la de servir a los hombres abriendo sus piernas.  Uno tras otro. Uno tras otro.

 

Los pestilentes, hambrientos de sexo, bajan de las naves en el puerto de Sevilla y esperan su turno en la mancebía, para copular en la carne de mujeres sin nombres, sin historias.  Allí los espera Laura, consumida en los fragores del placer del otro, sin sentir siquiera la ausencia de caricias en la urgencia que ellos traen, la falta de palabras de amor que nunca tuvo, el abandono, la desidia.  Anhelante de morir en el jergón que guarda olores que ya le son familiares, la niña, que ha dejado de serlo desde que su cuerpo sangró por primera vez bajo el peso de su primer cliente, espera que los gruñidos de esos hombres escondan los gritos marchitos de su alma. No quiere oírla protestar por una vida que no conoce, que hace mucho tiempo dejó de soñar.

 

La virulencia de unos se olvida con la suavidad de otros, a los que despide con una sonrisa de agradecimiento, antes de enroscarse entre las sábanas gastadas de amores pagos.  Ya no puede romper con la tradición familiar, se ha hecho tarde para eso.  Ahora debe cuidarse de no trascender, para no legar su sangre a otra generación de prostitutas.

 

Una mañana, cuando se acerca a la ciudad para observar de lejos el desembarco de las naves que traerán una montaña de clientes al burdel, Laura se topa cara a cara con uno de los marineros que acaba de llegar de las Indias.  La ropa que ella usa, cuando no está al servicio de los hombres, definen su oficio.  Así está escrito, para que nadie se confunda en Sevilla.  Diego Sánchez, según se presenta el navegante, pide conocer su nombre, y ella, con una timidez que no pudo arrancarle su empleo, se da a conocer como “Lalita”.  Así la llaman sus compañeras.  Así la llamaron su madre y su abuela.

 

El marinero es alto y fornido; el cabello dorado se le ha vuelto blanco de tanta sal, y los ojos verdes dejan ver la trasparencia de las aguas del nuevo mundo, ese que han descubierto más allá del océano hace unos cincuenta años.  Laura sonríe cuando Diego le pregunta la edad.  Debería explicarle que sus diecinueve se han multiplicado por siglos y siglos de cópulas, pero no se atreve a espantarlo con su propia muerte, y en lugar de hacerlo murmura los años, que en su cuerpo pesan el triple.  Él le promete que irá a verla en el burdel ni bien termine su trabajo en el puerto y ella corre hacia la casa de trato con una ansiedad que le es desconocida, feliz ante la posibilidad de atender a un cliente que no la asquee.

 

Diego se convierte en asiduo visitante del Callejón del Placer.  A él no le da lo mismo cualquier meretriz, la quiere a ella, a Laura, a la muchacha de ojos rasgados color almendra.  Lleva todas las noches una bolsa con él, de dónde saca unos trozos de queso, morcilla y hogazas de pan, para compartir con ella luego del festín sudoroso en el que se sumergen hasta borrar las huellas de otras manos, de otros besos que no valen más que un par de monedas.  La risa de Laura lo sosiega, le devuelve la paz que no ha encontrado en otras tierras, ni en su Sevilla natal.  Ella calma la sed de Diego con el mismo agua con que apaga la suya, y escuchándolo narrar con voz gruesa lejanas historias de atardeceres pintados de naranja, de rocas diamantinas en el agua trasparente del mar que no ahoga, sueña con el cambio. “Llévame contigo”, suplican sus ojos, “sálvame de mi propio despojo, de esta vida sin vida”.

 

La dulzura de Diego va matando a Laura; cada hora, cada cliente, se convierten en un suplicio a la espera de aquellos fugaces encuentros en los que el dueño de la casa comienza a volcar elucubradas sospechas.  “Aquí nada es gratis”, vocifera el barrigón, y Laura prefiere ceder del porcentaje de sus ganancias a ponerle precio a su amor, a recibir un centavo del único hombre que la ha tocado con suavidad, le susurra al oído y ha despertado en ella el apetito de la carne que otras veces veía pasar sin rozarla.

 

Los clientes del burdel advierten el cambio en una de las muchachas.  Lalita camina diferente, un brillo ilumina sus ojos y la piel despide aromas floridos. Sonríe a menudo, aunque no lo haga con ellos, pueden verlo de lejos.  Entonces la buscan frenéticos, deseosos de beber de ese cántaro el cordial que les de la felicidad que no encuentran.  Cada vez son más los hombres que piden por ella, cada vez se siente más esclavizada a una vida que no eligió.  Uno tras otro. Uno tras otro.

Diego espera por tercera vez en una semana.  “Lalita está ocupada”, le espetó de mal talante el dueño de la casa. Asqueado, decidió que esa misma noche se la llevaría de allí. “Miserables”, rumió con dientes apretados, y se sentó a esperar.  Desde el banco, se entretuvo revolviendo entre sus dedos un cigarro mal armado que terminó deshecho y aplastado bajo sus botas.  Le producía arcadas ese olor nauseabundo a traspiración de días, mezclada con el alcohol que corría como el agua del Guadalquivir dentro del lugar.  Las muchachas se le ofrecían, fregándose los senos en sus narices y él las apartaba con mirada amenazante.  Vio salir a un infeliz del corredor interior, tambaleándose entre las paredes amarillentas de una cal teñida por el hollín de las velas, y se puso de pie.  Arrojó varias monedas al regente y cruzó el umbral para encontrarse con Laura.

 

“Te vas conmigo”, le espetó con determinación, una vez cerrada la puerta que les regateaba intimidad, y su furibunda sentencia fue la absolución de la muchacha.

 

De por vida, Diego lamentaría haber sacado a Laura del burdel, donde a pesar de vivir como escaldada, conservaba la salud que perdió en alta mar.  No era sencillo soportar la travesía que aturdía los órganos y extraía del cuerpo los líquidos vitales en convulsiones agónicas.  Lalita languidecía bajo el cielo yermo, sobre la cubierta de una nave con víveres escasos y agua mal conservada.  La alegría de sentirse rescatada desapareció de su semblante, abordado por las sombras de un mal presagio, y su salvador no encontró consuelo en la esperanza, era demasiado realista para hacerlo.

 

El cuerpo exánime de la joven fue arrojado a las insondables aguas del Atlántico, que tragaron en bocas espumosas la desdicha de un marinero.  A partir de entonces, Diego bucearía en la trasparencia del golfo de México, horadado por el recuerdo de su único amor, buscando entre las sirenas aquella sonrisa tímida que había visto en el puerto de Sevilla, preludio de su demencia.

 

Jamás prestó atención al mote que le darían sus compañeros. El Loco de la costa encontraría en los mares el cuerpo tibio de quién había roto, a pesar de todo, la maldición familiar.

 

Aguas que envolvieron tristes

Y con la sal han curado

lamentos de ramería

en Sevilla fecundado.

Pusiste fin a una vida

De macarena escaldada

Y entre tus aguas profundas

Se dormirá tu mirada.

 

Silvana Serrano

 

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